15 marzo 2012

24 de marzo de 1976. Memoria de una noche agitada




En la víspera ya eran visibles los movimientos de los militares y la evidente parálisis de los que ocupaban cargos públicos. Jorge llegó con la noticia y de inmediato nos pegamos a la radio para tener la confirmación oficial de lo inminente.
Unos minutos después de la medianoche, lo obvio se hacía ostensible y luego de las primeras escuchas pasivas, comenzamos a hacer los primeros preparativos que teníamos acordados en caso de que se produjera un golpe de estado.
Era una sensación difícil, porque no podíamos acudir a consultar a ningún compañero, no debíamos marcar ningún número telefónico, estábamos totalmente aislados y debíamos asumir la toma de decisiones ante el drástico cambio de la situación.
Graciela y Alicia estaban pálidas por las novedades ocurridas. La primera decisión que debíamos tomar era que nadie debía asistir a su lugar de trabajo, tendría que pedir permiso o lo que sea para justificar su ausencia. Decidimos que era mejor hacerlo a través de algún compañero de laburo que avisara a la patronal para no tener que presentarnos ante ella.
El siguiente paso era el de levantar la casa y organizar todos los trámites para cancelar de inmediato el contrato de alquiler. Por suerte estaba a nombre de Jorge y podíamos resolverlo entre nosotros.
El paso siguiente era organizar nuestra salida, una enorme ayuda era haberlo alquilado amoblado, porque era más sencillo sacar nuestras cosas del lugar sin despertar sospechas. También, acordamos hacerlo de una sola vez, para no tener que volver al departamento ni volver a vernos por un tiempo.
Mientras compartíamos un mate lavado, comenzamos a tratar caso por caso para delinear los caminos que cada uno debía tomar y cuáles debía evitar. No había que ir a las casas de los familiares ni a las de los compañeros del partido. Cada uno debía tener una casa donde ir a parar hasta que se aclarara el panorama. Esta fue una discusión realizada con anticipación, sobre los refugios que teníamos que tener previstos para cualquier eventualidad que surgiera.
Yo recordé lo que me había pasado un par de meses antes, cuando un compañero no apareció una noche por su casa y nos avisaron. Todos los que vivíamos en casas que él conocía debíamos encontrar un “aguantadero”, hasta que supiéramos qué había pasado con él. En esa ocasión, no tuve tiempo de preparar mi refugio y me tuve que pasar la noche viajando en el tren San Martín, desde José C. Paz a Retiro, durmiendo y comiendo en el mismo tren, hasta que llegó la hora de ir a trabajar.
Todo estaba arreglado, todos teníamos a donde ir a parar. La casa de la madre de Mary, con quien salía desde hacía un par de meses, era mi lugar de destino. Ya me había quedado en alguna ocasión y que volviera a hacerlo no iba a despertar ninguna molestia a su familia, además, estaba en un barrio bacán de Florida, donde había mayores resguardos.
Fue una larga noche la del 24, ninguno durmió, ni siquiera lo intentó. Apagamos todas las luces para no despertar sospechas en el vecindario, cada tanto espiábamos a través de la ventana y, aunque no se notaban cambios a la cotidianeidad del barrio, todo parecía distinto ante nuestra mirada. Mientras los informativos sólo reproducían los comunicados de la Junta Militar, los monobloques se mostraban con su monstruosidad de cemento habitual, nadie transitaba por la soledad de los pasillos que separaban a los edificios. En nuestra fantasía suponíamos que tal vez muchos vecinos estarían haciendo lo mismo que nosotros.
La introducción al nuevo hábitat del país, generaba una ansiedad inusitada, nuestros sentidos se esforzaban por detectar el sonido exterior para conocer los cambios que se estaban produciendo. Sólo de tanto en tanto, se escuchaba el tránsito por la Panamericana de pesados camiones militares, sin que tuvieran que eludir ni compartir la calzada con ningún otro vehículo en su camino.
Cuando se asomaron los primeros rayos del sol, cada uno preparó su bolso, descartó lo suntuario y nos aprestamos a partir escalonadamente en distintas direcciones. No sabíamos cuándo nos volveríamos a ver ni qué contingencias se podrían presentar en nuestros próximos pasos. Sólo sabíamos que los días que hasta entonces habíamos vivido ya no volverían, que nuestra rutina casi familiar de convivencia había llegado a su fin.
Al dejar atrás la vivienda, que durante meses nos resguardó de tantas acechanzas, un mundo de infinitas incertidumbres se iba abriendo ante mis pasos, en mi mente se agolpaba una sensación mezclada de congoja y tensión, que hacía que la percepción del nuevo día, soleado y cálido, pareciera cargado de nubarrones.
Comprobé que el ser humano, aún en los peores momentos, tiene fantasías optimistas. Una fugaz idea apareció entre mis pensamientos: era muy difícil de empeorar lo que habíamos pasado los últimos meses, con la persecuta en que vivíamos, las medidas de seguridad que tuvimos que tomar y los crímenes de tantos compañeros.
Como un rasgo de lucidez y autodefensa, me vino a la memoria una escena ocurrida durante mi servicio militar, cuando participé con los compañeros de mi cuartel en un desfile en Avellaneda. Recordé la actitud del teniente Giménez, al ver un afiche pegado en la pared con la imagen de Agustín Tosco, entonces, desenfundó su pistola y le apuntó diciendo: “¡qué bueno sería tenerlo en persona!”. Era un tipo que debería tener un par de años más que yo y ya tenía la mente cargada de odio y violencia. Seguramente, ahora se liberaría como el agua de un dique derrumbado. Pensé en los datos de la brutalidad descargada por los milicos en Tucumán, cómo se comportaban ante cada acción represiva a la que eran convocados y refresqué las discusiones sobre las caracterizaciones de los tiempos por venir. Entonces, sentí que el estremecimiento generado en la angustiosa noche se potenciaba y se esfumaba toda falsa ilusión sobre los días por venir.


(Fragmento del libro La Batalla de los Hornos, próximo a aparecer)