24 marzo 2015

Una crónica particular del 24 de marzo de 1976

(Capítulo del libro La Batalla de los Hornos. Memorias de luchas, utopías y mártires, donde el autor, Bernardo Veksler, refleja las vivencias de la militancia de esos días).



 

La caldera de una larga noche

 

Antonio Cafiero asumió como sucesor del fracasado Rodrigo al frente del Ministerio de Economía. En su breve gestión no consiguió elaborar un plan económico y se limitó a establecer parches que lograron profundizar más aún la crisis, esencialmente, por la resistencia de los trabajadores, que se encontraban acicateados por el aumento del costo de vida, que durante ese año llegó al 334,8 por ciento.

No sólo la crisis se profundizaba en la economía, la situación política también daba muestras de una dinámica hacia el colapso. Isabel  pidió licencia desde el 13 de septiembre hasta el 6 de noviembre. Durante ese período, Ítalo Luder asumió el cargo de presidente provisional del Senado y la sucedió transitoriamente. El nuevo mandatario procuró ganar el apoyo de las Fuerzas Armadas, envió al Congreso un proyecto para la creación de un organismo dedicado a la seguridad interior que dejaba en manos de los militares la lucha contra la denominada “subversión armada”.

El 12 de diciembre, el brigadier Orlando Capellini intentó un golpe de estado que fracasó porque las jefaturas de las tres fuerzas no habían terminado de cohesionarse detrás de ese objetivo, pero dejó en evidencia que las condiciones estaban maduras e incorporó a la agenda de todos los referentes políticos y sociales la inminencia de la asonada militar.

La indiferencia que generó en la población el alzamiento de Capellini terminó por despejar las dudas del alto mando sobre el grado de resistencia popular que se podría desarrollar; obró como un verdadero ensayo.

El 24 de diciembre de 1975, en un infrecuente mensaje al país, el general Jorge Rafael Videla enfatizaba: "el Ejército Argentino, con el justo derecho que le confiere la cuota de sangre generosamente derramada por sus hijos héroes y mártires, reclama con angustia, pero también con firmeza, una inmediata toma de conciencia para definir posiciones. La inmoralidad y la corrupción deben ser adecuadamente sancionadas. La especulación política, económica e ideológica deben dejar de ser medios utilizados por grupos de aventureros para lograr sus fines. Así, no cejaremos hasta el triunfo final y absoluto que será, a despecho de injustificadas impaciencias o intolerables resignaciones, el triunfo del país". Algunos medios comentaban del establecimiento de un plazo de noventa días para el gobierno, impuesto por el jefe del Ejército.

“Los planes militares van a recibir, además, una ayuda inesperada. El PRT-ERP, en una muestra de desesperación por el fracaso de su política militarista (que ya no podía ocultarse), decidió la ejecución de un operativo de gran magnitud, a pocos días del intento de la Fuerza Aérea. La localización, tamaño y características de la operación la hacían particularmente riesgosa, tanto militar como políticamente. Considerando los elementos presentes en el caso, el intento de copamiento de las instalaciones militares de Monte Chingolo, a fines de diciembre de 1975, parece haber sido planeado con la expectativa de un ‘golpe de suerte’. Pero esta aventura guerrillera, de por sí imprudente, estaba condenada de antemano (un infiltrado en las filas del ERP había advertido a los militares sobre la operación) y resultará en el mayor desastre para la organización, mientras brindaba una excusa óptima a los sectores golpistas”[1].

Los tiempos se agotaban aceleradamente, entonces Isabel realizó un nuevo intento por controlar la situación. El 4 de febrero, nombró a Emilio Mondelli como ministro de Economía. Unos días después, anunció un plan de emergencia que reeditaba lo planteado por el patrocinado por Celestino Rodrigo.

La compensación por la pérdida del poder adquisitivo se limitaba a un aumento salarial del doce por ciento, los ingresos se congelaban por seis meses y se suspendían las cláusulas convencionales vinculadas a la productividad. Mientras tanto, el valor de los combustibles y tarifas casi se duplicaban.

Estas medidas contaron con el consentimiento de las 62 Organizaciones Peronistas lideradas por Lorenzo Miguel, pero la burocracia no era un bloque monolítico. Algunos sectores del sindicalismo, como el representado por el secretario general de la CGT, el textil Casildo Herreras, se manifestaron prescindentes y otros, como el gobernador bonaerense, el metalúrgico Victorio Calabró, francamente en contra y planteando la renuncia de la presidente.

La clase obrera intentó resistir al nuevo ataque a sus condiciones de vida, pero las fuerzas no tenían la contundencia de siete meses atrás. Luego de obtener la homologación de los convenios, “la participación de la clase obrera en la arena política nacional tendió a diluirse”. Su actividad no disminuyó, por el contrario, “desde julio 1975 los conflictos laborales se multiplicaron en todo el país. Las estadísticas del Ministerio de Trabajo registran para el período julio-agosto 453 conflictos, sólo 157 menos que los registrados en los seis primeros meses del año. Luego de este pico la cantidad de conflictos se mantuvo por encima del promedio general del período...”[2].

Las iniciativas de resistencia se manifestaron con fuerza sectorial pero no llegaron a confluir en una manifestación central de peso.

En el interior se canalizó la bronca hacia las dirigencias gremiales regionales, que en varios casos “debieron ponerse al frente de la mayoría de estos conflictos. A su vera, las coordinadoras interfabriles seguían activas (aunque cumpliendo un papel mucho menor, debido fundamentalmente a los golpes del aparato represivo)”[3].

Los trabajadores veían la necesidad de enfrentarlo, pero también intuían que el problema era más de fondo y que ya no contaban con los recursos imprescindibles como para enfrentar con posibilidades los nuevos desafíos. Así, los movimientos de resistencia fueron apagándose paulatinamente, las medidas del Ejecutivo se impusieron sin generar entusiasmo en los factores de poder. Para el gobierno fue una postrera victoria pírrica.   

 


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A pesar de la combatividad obrera y del desarrollo de nuevos organismos de clase, el accionar de la Triple A y sus colaterales continuaba desenvolviéndose con total impunidad. Diariamente se secuestraban luchadores de todas las corrientes políticas y democráticas y se los ejecutaba a mansalva.

Desde los últimos meses de 1974, se fue incrementando el accionar de estos sanguinarios comandos parapoliciales, muchas veces utilizando ostensiblemente vehículos, uniformes y dependencias oficiales, pero la mayoría de las ocasiones sin que pudieran ser identificados. 

En la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep) se registraron alrededor de mil denuncias por desapariciones forzadas durante el gobierno justicialista[4].

En la publicación por el 30º aniversario del golpe de estado, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, elevó a unos mil cien los casos de las desapariciones de personas y ejecuciones sumarias antes de la ruptura del orden constitucional. “De acuerdo con esa publicación, una reedición del informe que elaboró la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) entre 1983 y 1984, las desapariciones forzadas previas al golpe de 1976 fueron unas 600 y las ejecuciones sumarias, unas 500”[5].

Una investigación sobre “El genocidio en Argentina”, efectuada por un equipo liderado por Inés Izaguirre, mensuró la represión criminal del período en 1716 asesinados (979 ejecutados y 737 desaparecidos) y 54 secuestrados y liberados.

Con el inicio de 1976 y el enrarecimiento de la situación política, el accionar criminal se profundizó notablemente. Según el diario La Opinión (8-2-76) “la violencia política ya cobró 52 muertes en lo que va del año”.  
Un día después, Noticias Argentinas informó que en el dique El Carrizal de Mendoza aparecieron catorce cadáveres.            

En la zona norte, el 4 de febrero, los diarios informaban sobre el secuestro de dos delegados navales, Oscar Echeverría y Luis Cabrera, y la mujer de Cabrera, maestra y delegada docente. El domingo 8, los tres aparecieron asesinados.     
El 13, en Carupá, asesinan al sacerdote tercermundista Francisco Soares (58), quien había realizado una misa por los tres gremialistas muertos.

Ese día, también fueron secuestrados dos obreros de Lozadur. Al inicio de la jornada se había presentado la esposa del delegado de la sección chamote Juan Pablo Lobos para informar que había sido secuestrado de su domicilio por la noche. Los compañeros paran de inmediato para exigir la aparición con vida del compañero.

A media mañana, se presenta Segundo Figueroa, miembro de la comisión interna, ante la asamblea de la fábrica y cuenta que fue liberado luego de ser torturado durante toda la noche, sin que se tuviera hasta ese momento noticias de la suerte que había corrido Lobos.

A primeras horas de esa tarde, se supo de la aparición de un cadáver en Talar de Pacheco. Se organizó una comisión para que junto a los familiares se presenten para cerciorarse si se trataba del compañero. Cuando los compañeros pudieron ver el cuerpo resultaban muy evidentes las torturas a que fue sometido. Tenía quemados sus genitales, quebraduras en sus extremidades y había sido ejecutado con varios disparos.

Junto a su cuerpo había aparecido un listado de compañeros de Lozadur y del sindicato, amenazados de muerte por la Triple A.

Los ceramistas quedaron consternados ante la constatación de que la barbarie también los había alcanzado y continuaron con el paro de actividades para participar del velatorio de Lobos. También la FOCRA convocó a un paro nacional de repudio al crimen.

León aportó su punto de vista sobre estos sucesos: “nosotros teníamos en esa época discusiones muy importantes con la JTP, una de ellas era que se habían distribuido pantalones y ropas provenientes del secuestro de Bunge y Born (ocurrido el 19/09/74, considerado el mayor secuestro extorsivo de la historia argentina, por la cual Montoneros obtuvo 60 millones de dólares y la distribución de alimentos y otros productos en las puertas de determinadas fábricas. En Lozadur, a fin de ese año, se distribuyeron pantalones a la salida del personal), lo que permitió identificar a las direcciones de fábrica con los Montoneros, lo que exponía al activismo y, por otro lado, carecían de sustento político porque no preparaba a la base para las reglas de juego en que se desarrollaba la lucha política. Si bien no pasó exactamente eso con Lobos, que era del PC, de perfil bajo pero muy honesto, ya advertíamos en esa época sobre esa contradicción: mucha autoproclamación por parte de los dirigentes de la Comisión Interna en forma irresponsable y, al mismo tiempo, una base militante que quedaba totalmente desguarnecida, lo que se aplica perfectamente al compañero Lobos, que fue secuestrado y ejecutado sin que la Comisión Interna haya previsto absolutamente nada o haya preparado a los compañeros para la aparición de hechos que lamentablemente se produjeron en esos tiempos con los enfrentamientos con los sectores más reaccionarios del PJ. Lobos es la primera víctima, no solamente de la reacción justicialista, sino de la irresponsabilidad y la irracionalidad política de la vanguardia peronista”.

 


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En esos días, la sospecha de ser observado y perseguido se convertía en un acto reflejo permanente instalado en la conducta de los activistas. Cotidianamente nos veíamos sorprendidos por la aparición de nuevos compañeros de distintas fábricas asesinados por la Triple A.

Los protagonistas de las luchas en la zona eran sometidos segundo a segundo a un juego de interrogantes y dudas, de la respuesta acertada dependía la supervivencia.

Era como una amenaza latente que se cernía sobre todo aquel que había cumplido un rol más o menos protagónico en las últimas luchas. Desde las sombras, los siniestros grupos fascistas decidían sobre la vida y la muerte con un perverso mecanismo de selección de la víctima, al que sólo le dejaban la primicia de descubrir la inminencia del acto criminal poco minutos antes de su ejecución.

A pesar de la vorágine sangrienta en que estábamos sumidos, no había muestras de temor, ni de parálisis originada en el pánico, sólo mayores precauciones. Al mismo tiempo, era muy fuerte la confianza de que el movimiento obrero reaccionaría y volvería a encauzar la situación, que sólo se trataba de algo que coyunturalmente se había tornado por demás desfavorable.

Mientras estas contingencias afectaban nuestras vidas, eran necesarias nuevas medidas preventivas adicionales para evitar caer en las celadas tendidas por los personeros del terror. No ceder al objetivo de los asesinos de imponer el pánico era una forma de resistir.  

Como medida precautoria, los militantes vivíamos en casas semiclandestinas que no podían ser ni el domicilio legal ni el declarado ante la patronal; que, además, no debía ser conocido por compañeros ni camaradas, salvo alguna limitada excepción. Para cumplir con este requisito cada viaje hacia y desde la fábrica se hacía cambiando constantemente el recorrido.

En ese entonces, vivía en un departamento sobre la avenida Fondo de la Legua, frente a la fábrica Matarazzo. Cada mañana tomaba un camino diferente para llegar a la fábrica, las opciones eran dirigirme por Paraná, por Luis María Drago o por Panamericana, que complementaba con diversos itinerarios al bajar del colectivo. Lo mismo ocurría al regresar, luego de las actividades militantes, teniendo siempre en cuenta de verificar que no era seguido antes de dirigirme a mi vivienda.

Desde fines de enero, el partido me había puesto una custodia armada para ir y volver de Lozadur. Cada mañana nos encontrábamos con el compañero designado y marchábamos hacia la fábrica y lo propio ocurría a la salida.

Los intentos de reaccionar ante el Plan Mondelli pusieron en marcha las convocatorias de los plenarios de la Coordinadora de la Zona Norte. Las reuniones concretadas demostraban que los tiempos habían cambiado sustancialmente, por la escasa concurrencia, por las medidas de seguridad que debíamos adoptar y por el recuento de efectivos al que nos veíamos obligados por las continuas bajas que se generaban.

En una de las últimas reuniones que iba a participar, habíamos quedado con Pedro Apaza, dirigente de la metalúrgica Del Carlo, en encontrarnos a dos cuadras de la avenida Márquez y Panamericana. Era una cita previa para poder participar de la reunión, que desconocía dónde se hacía. A través de un mecanismo de citas se iban a canalizar a los compañeros para que se pudiera debatir la posible realización de alguna movilización.

Evitábamos los bares y confiterías, porque eran los sitios más propensos a ser detectados por los servicios que pululaban por la zona. Nos encontramos en la parada del colectivo y apenas pudimos intercambiar unas pocas palabras, cuando un Ford Falcon gris oscuro, con la ventanilla del acompañante semiabierta, apareció por la bocacalle y se detuvo para observarnos. Su irrupción nos dio la sospecha de que la convocatoria había sido infiltrada o que algunos indicios habían llegado a la cana. Hacerla en esas condiciones era servirse en bandeja a los matones.

“Flaco, esta reunión está podrida. Vayámonos cada uno por su lado, tratá de despistarlos. Yo me voy a comunicar con el control para levantar la reunión. Ya nos comunicaremos y veremos qué hacemos”, fue la última vez que pude hablar con él y uno de los últimos intentos de reunir a la coordinadora.

Las limitaciones con que se desenvolvía el accionar de los dirigentes demostraban que las posibilidades de generar una reacción del movimiento obrero estaban por demás condicionada.

El funcionamiento cuasi clandestino, la sangría de compañeros, el repliegue y las prevenciones de la mayoría del activismo hacía casi una misión imposible poner en funcionamiento los engranajes de una organización, cuya garantía de éxito movilizador dependía del debate, de las asambleas y de la democracia para poder alcanzar la excelencia.  

Pocos días después, los dirigentes y principales activistas de la JTP abandonaban sus puestos de trabajo y pasaban a la clandestinidad. Era una confirmación de que su pasividad en las convocatorias de los plenarios tenía que ver con estas decisiones que se estaban por instrumentar.

En Lozadur, los compañeros Figueroa y Montaner, ambos de la JTP, que integraban la comisión interna, dejaron de concurrir a la fábrica sin que supiéramos las razones. Con el antecedente de lo que había ocurrido con Lobos, los delegados propiciamos una asamblea general para proponer la paralización de la fábrica hasta que se pudiera tener certezas sobre la suerte corrida por los compañeros.

Durante dos días estuvimos parados buscando información sobre su destino. Hubo varias versiones que circularon en la fábrica sobre su paso a la clandestinidad y otras que surgían de los corrillos que su ausencia provocaba.

Finalmente, se dio a conocer una carta de los compañeros donde blanqueaban su situación por las amenazas que habían sufrido y planteaban que debían hacerlo para preservarse.

Para el estado de ánimo de los compañeros fue como un baldazo de agua fría, que comenzó a introducir en los debates abiertos las cuestiones de los peligros presagiados por el peso de lo inminente.

  
 

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La Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE) fue una agrupación de federaciones empresariales que funcionó entre agosto de 1975 y principios de 1977. Su creación estuvo relacionada con la gestación del golpe de estado y el apoyo a la dictadura militar una vez establecida.


El 16 de febrero de 1976, la APEGE organizó una huelga general empresaria, la única de la historia argentina, que fue considerada como el inicio de la cuenta regresiva del golpe de estado que derrocó a María Estela Martínez de Perón.

Poco después, muchos de sus dirigentes pasaron a ser funcionarios del gobierno militar. Su último acto público fue una solicitada de apoyo a la dictadura, en el primer aniversario del golpe[6].

La labor de enrarecimiento del clima social fue su función esencial y lo logró a través de propiciar el desabastecimiento, el lock-out, la inflación, la devaluación del peso y la caída del poder adquisitivo de la población.

Los medios de comunicación prosiguieron con su prédica sobre la necesidad de imponer orden, terminar con la corrupción y con la incapacidad del gobierno. El diario La Razón inauguró una cuenta regresiva, titulando diariamente referencias a la misma. Otros diarios empleaban títulos catástrofe en todas sus ediciones. Incluso el derramamiento de sangre de activistas y sindicalistas de izquierda era utilizado para pintar un escenario caótico que debía resolver una mano más dura. 

Los sectores políticos también se fueron alineando con esta dinámica. En el Congreso se multiplicaron los pedidos de renuncia de la presidente. Isabel, el 18 de febrero, negó toda posibilidad de claudicación y convocó a los comicios presidenciales para el 12 de diciembre.

Ricardo Balbín, el principal dirigente del radicalismo, habló al país el 16 de marzo y en su discurso no manifestó una firme oposición al golpe, por el contrario, lo alentó abiertamente al afirmar que el gobierno era el único culpable de un posible golpe de estado y redobló la apuesta cuando enfatizó "no tengo soluciones" para evitarlo.

Los planteos militares iban quitando crecientemente espacios de poder al Ejecutivo. El movimiento de los uniformados ya avizoraba su irrupción en la escena política y la preparación que se estaba gestando resultaba tan provocativa como evidente. El 22 de marzo ya los militares, con la excusa de combatir la subversión, iban ocupando lugares estratégicos[7].

Los vaivenes del gobierno, los escándalos por negociados, las devaluaciones y el crecimiento incesante de los precios, fueron empujando a la clase media hacia el reclamo de restablecimiento del orden, descartando que Isabel pudiera lograrlo.

Todos los sectores protagónicos del país veían la inminencia del cambio de régimen. Se limitaron a dejar que la crisis se profundizara y que el gobierno fuera exprimido hasta la última gota en su decadencia, para sembrar mayores expectativas en el arribo al poder de los militares.

Ningún sector planteaba ostensiblemente el respeto a los mecanismos constitucionales. Los meses que faltaban para el acto electoral parecían siglos y las alternativas democráticas que estaban sobre la mesa no ofrecían confianza, ni siquiera se postulaban como una salida institucional ordenada.

La convergencia progolpista abarcó a un arco político y social por demás dilatado y los aprestos militares para tomar el poder resultaban tan visibles como convalidados.

Cuando se tuvo conocimiento que Casildo Herreras, el secretario general de la CGT, iba a abandonar el país, muchos tomaron conciencia de la inminencia del golpe. Esto se confirmó el sábado 20, cuando en Clarín apareció un suelto con el sugestivo título de “Calabró se despidió de la prensa”. El gobernador de Buenos Aires les deseó "mucho éxito en el futuro" a los periodistas de la Casa de Gobierno, sin explicar los motivos del "inesperado saludo". Calabró sabía desde mucho tiempo atrás sobre la decisión de los militares. Incluso algunas versiones indicaban que en algún escritorio oficial existía un "listado de personas para ser desaparecidas" provistas por el Servicio de Inteligencia de la Policía de la Provincia.

Sólo los trabajadores veían con desconfianza la posibilidad de un golpe militar, pero la debilidad demostrada por los nuevos organismos, la pérdida de poder adquisitivo y el caos generalizado en que se desenvolvía su cotidianeidad, terminaron por llevarlo a una situación de pasividad expectante. También, la sangría que provocaban los comandos parapoliciales aportaba lo suyo. La ostentación de estas matanzas a través de los medios de comunicación incorporó una cuota de desasosiego popular que facilitó el tránsito hacia el 24 de marzo.

Juan Lábake escribió que “a la hora en que la mayoría de los argentinos dormían, a nosotros nos derrocaba un golpe militar. No fue un derrocamiento glorioso ni romántico. Ni siquiera emocionante. No hubo heroísmo en ninguno de los bandos. Ni resistencia alguna”[8].

El encumbramiento de la dictadura “fue recibido, primero con auténtico no diría entusiasmo pero auténtico alivio y aceptación. Cuando la gente descubrió que el alivio y la aceptación estaban fuera de lugar, descubrió también que en esa situación de terror no podía manifestar ningún cambio de sentimientos”[9].  

 
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En la víspera ya eran visibles los movimientos de los militares y la evidente parálisis de los que ocupaban cargos públicos. Jorge llegó con la noticia y de inmediato nos pegamos a la radio para tener la confirmación oficial de lo inminente.

Unos minutos después de la medianoche, lo obvio se hacía ostensible y, luego de las primeras escuchas pasivas, comenzamos a hacer los primeros preparativos que teníamos acordados en caso de que se produjera un golpe de estado.

Era una sensación difícil, porque no podíamos acudir a consultar a ningún compañero, no debíamos marcar ningún número telefónico, estábamos totalmente aislados y debíamos asumir la toma de decisiones ante el drástico cambio de la situación.

Graciela y Alicia estaban pálidas por las novedades ocurridas. La primera decisión que debíamos tomar era que nadie debía asistir a su lugar de trabajo, tendría que pedir permiso o lo que fuera para justificar su ausencia. Decidimos que era mejor hacerlo a través de algún compañero de laburo que avisara a la patronal para no tener que presentarnos ante ella.

El siguiente paso era el de levantar la casa y organizar todos los trámites para cancelar de inmediato el contrato de alquiler. Por suerte estaba a nombre de Jorge y podíamos resolverlo entre nosotros.

El paso siguiente era organizar nuestra salida, una enorme ayuda era haberlo alquilado amoblado, porque era más sencillo sacar nuestras cosas del lugar sin despertar sospechas. También acordamos hacerlo de una sola vez, para no tener que volver al departamento ni volver a vernos por un tiempo.

Mientras compartíamos un mate lavado, comenzamos a tratar caso por caso para delinear los caminos que cada uno debía tomar y cuáles debía evitar. No había que ir a las casas de los familiares ni a las de los compañeros del partido. Cada uno debía tener una casa donde ir a parar hasta que se aclarara el panorama. Esta fue una discusión realizada con anticipación, sobre los refugios que teníamos que tener previstos para cualquier eventualidad que surgiera.

Yo recordé lo que me había pasado un par de meses antes, cuando un compañero no apareció una noche por su casa y nos avisaron. Todos los que vivíamos en casas que él conocía debíamos encontrar un “aguantadero”, hasta que supiéramos qué había pasado con él. En esa ocasión, no tuve tiempo de preparar mi refugio y me tuve que pasar la noche viajando en el tren San Martín, desde José C. Paz a Retiro, durmiendo y comiendo en el mismo tren, hasta que llegó la hora de ir a trabajar.

Todo estaba arreglado, todos teníamos a donde ir a parar. La casa de la madre de Mary, con quien salía desde hacía un par de meses, era mi lugar de destino. Ya me había quedado en alguna ocasión y que volviera a hacerlo no iba a despertar ninguna molestia a su familia; además, estaba en un barrio bacán de Florida, donde había mayores resguardos.

Fue una larga noche la del 24, ninguno durmió, ni siquiera lo intentó. Apagamos todas las luces para no despertar sospechas en el vecindario, cada tanto espiábamos a través de la ventana y, aunque no se notaban cambios a la cotidianeidad del barrio, todo parecía distinto ante nuestra mirada. Mientras los informativos sólo reproducían los comunicados de la Junta Militar, los monobloques se mostraban con su monstruosidad de cemento habitual, nadie transitaba por la soledad de los pasillos que separaban a los edificios. En nuestra fantasía suponíamos que tal vez muchos vecinos estarían haciendo lo mismo que nosotros.

La introducción al nuevo hábitat del país generaba una ansiedad inusitada, nuestros sentidos se esforzaban por detectar el sonido exterior para conocer los cambios que se estaban produciendo. Sólo de tanto en tanto se escuchaba el tránsito por la Panamericana de pesados camiones militares, sin que tuvieran que eludir ni compartir la calzada con ningún otro vehículo en su camino.

Cuando se asomaron los primeros rayos del sol, cada uno preparó su bolso, descartó lo suntuario y nos aprestamos a partir escalonadamente en distintas direcciones. No sabíamos cuándo nos volveríamos a ver ni qué contingencias se podrían presentar en nuestros próximos pasos. Sólo sabíamos que los días que hasta entonces habíamos vivido ya no volverían, que nuestra rutina casi familiar de convivencia había llegado a su fin.

Al dejar atrás la vivienda, que durante meses nos resguardó de tantas acechanzas, un mundo de infinitas incertidumbres se iba abriendo ante mis pasos, en mi mente se agolpaba una sensación mezclada de congoja y tensión, que hacía que la percepción del nuevo día, soleado y cálido, pareciera cargado de nubarrones.

Comprobé que el ser humano, aún en los peores momentos, tiene fantasías optimistas. Una fugaz idea apareció entre mis pensamientos: era muy difícil de empeorar lo que habíamos pasado los últimos meses, con la persecuta en que vivíamos, las medidas de seguridad que tuvimos que tomar y los crímenes de tantos compañeros.

Como un rasgo de lucidez y autodefensa, me vino a la memoria una escena ocurrida durante mi servicio militar, cuando participé con los compañeros de mi cuartel en un desfile en Avellaneda. Recordé la actitud del teniente Giménez que, al ver un afiche pegado en la pared con la imagen de Agustín Tosco, desenfundó su pistola y le apuntó diciendo: “¡qué bueno sería tenerlo en persona!”. Era un tipo que debería tener un par de años más que yo y ya tenía la mente cargada de odio y violencia. Seguramente ahora se liberaría como el agua de un dique derrumbado. Pensé en los datos de la brutalidad descargada por los milicos en Tucumán, cómo se comportaban ante cada acción represiva a la que eran convocados y refresqué las discusiones sobre las caracterizaciones de los tiempos por venir. Entonces, sentí que el estremecimiento generado en la angustiosa noche se potenciaba y se esfumaba toda falsa ilusión sobre los días por venir.
 
***

 La primera muerte que se cruzó en mi camino fue la de una vecina de mi calle. Doña Filomena tenía tres hijos, el más pequeño era un par de años mayor que yo.

Una tarde de octubre, al salir de la escuela, con mis siete años a cuestas, iba con el cotidiano deseo de encontrarme con mi taza de Vascolet y las blancas figazas untadas de manteca y dulce de leche.

La cuadra de distancia que separaba la escuela de mi casa tenía entonces una cantidad infinita de entretenimientos, sobretodo desde que lo hacía sin la compañía de mi madre. Luego de despedirme de mis compañeros, emprendía despreocupadamente el recorrido habitual y me detenía, en primer lugar, ante la vidriera del kiosco.

Otra parada obligada era en la verja de la casa de la palmera. De la construcción mucho no recuerdo, contaba con un gran espacio verde cubierto de césped e innumerables plantas con flores y, en el centro, una palmera de unos quince metros de altura que concentraba toda mi atención. Resultaba tan exótica en ese apartado lugar del porteño barrio de Mataderos, que su sola visualización disparaba todas mis fantasías. Tenía una necesidad irrefrenable de detenerme a observarla con mis manos sujetas a la cerca y mi cabeza apoyada entre los barrotes de hierro. Los gatos, los pájaros o las figuras que se dibujaban entre el follaje eran el escenario ideal para imaginar historias de aventureros en tierras extrañas y remotas que irrumpían en mi barriada.

Ese día, luego de cumplir con mi breve cuota de fantasías, continué distraídamente con mi recorrido habitual. A medida que me aproximaba a la puerta del conventillo en que vivía, comencé a notar anormalidades que me hicieron olvidar de la merienda: mucha gente estaba desperdigada en la vereda, frente a la casa de Miguelito, tres puertas antes de llegar a la mía.

Los chicos se detenían frente el portal tratando de encontrar explicaciones ante tantos hechos inusuales. Se trataba de una familia italiana muy humilde, el papá había fallecido un par de años atrás en un accidente laboral. Los dos hermanos mayores de Miguelito trabajaban y casi no se los veía en la casa.

Al cabo de un rato pude escuchar que doña Filomena había muerto. Era una siciliana que vestía unos pollerones hasta los tobillos, siempre de negro y con su cabeza cubierta con un pañuelo, casi no hablaba en castellano.

Había descubierto una sensación desconocida, se había adueñado de mí toda la congoja que percibía en los adultos y estaba paralizado ante la fatal novedad.

Al rato, veo salir a mi amigo llorando desconsoladamente, se sentó en el umbral de la casa más próxima a la suya y se quedó con la cabeza gacha, tapándose la cara con sus manos. Varias vecinas acudieron a consolarlo. Lo miraba consternado, tratando de entender mis imprevistos descubrimientos.

Los chicos se quedaron absortos ante la desgarrante escena, juntos y en silencio, con esa mirada especial que sólo ellos son capaces, con los gestos desprovistos de prejuicios y despreocupados de la estética de sus rostros. Algunos comenzaron a difundir las versiones más antojadizas de la causa de la muerte, hasta que al final se impuso la creencia de que el deceso había sido por haber comido duraznos verdes. A mí me pareció la versión más creíble, dado la insistencia de mi madre de que tuviera cuidado de comerlos si no estaban suficientemente maduros.

Durante varios días no podía apartar de mis recuerdos la imagen de Miguelito, su sensación de desamparo había impregnado mi vida.

“¿Los padres pueden morirse en cualquier momento?”, pregunté a mi madre. Ella eludió el interrogante, en esa época los padres no contemplaban brindar respuestas a las inquietudes infantiles, sólo contestó: “apurate con la leche que tenés que hacer los deberes”. Encubría de esa manera su propia congoja, al habérsele refrescado el drama que la marcó para toda su vida, cuando quedó huérfana a los once años.

 

Un par de años después, sorpresivamente murió mi primo Ile: aparentemente un golpe en su frente le ocasionó un coagulo que fue tardíamente advertido por los médicos. Vivía en el campo, en las inmediaciones de la entrerriana localidad de Bovril.

Habíamos compartido numerosas aventuras en las vacaciones escolares y gozábamos de la libertad en ese apartado lugar. Los colores de ese cielo fueron imágenes que nunca dejaron de acompañarme en la vida. Añoraba la infinidad de animales domésticos y salvajes que nos rodeaban. El particular aroma del campo impregnó mis recuerdos por mucho tiempo, como también la alegría de compartir el mate cocido matinal, las aventuras de la hora de la siesta, el impresionante atardecer y el profundo silencio nocturno. Verdaderamente, envidiaba la suerte de mi primo.

Aún no concebía que la muerte también pudiera alcanzar a un niño. La carencia de noticias en que se desenvolvía mi infancia, hacía que las únicas advertencias de peligro pasaran por el cruce de alguna calle o las arengas maternas sobre las prevenciones que se debía tener con la electricidad.

La consternación invadió la vida familiar al conocerse la desgracia. No lograba explicarme cómo podía desaparecer alguien tan alegre, vital e inocente como Ile. Los interrogantes me torturaban y la incertidumbre era un estado novedoso recién descubierto.   

Luego de esas incidencias infantiles, durante muchos años la muerte no hizo acto de presencia en mi vida y esos sucesos fueron acomodándose en el arcón de los recuerdos.

 

La década de los setenta y las movilizaciones estudiantiles confluyeron con mis inquietudes juveniles y me incorporé a la militancia política. El nuevo mundo descubierto me llenó de pasión por transformar la sociedad que agobiaba de padecimientos a mi generación. Del activismo universitario pasé a insertarme en las luchas obreras.

Tony fue un entrañable compañero de experiencias. Nos conocimos en las manifestaciones de apoyo al Cordobazo y una relación de amistad consolidó nuestros vínculos. Tenía una serenidad especial para tratar los temas más candentes, su calidez y humildad hacían muy agradable cualquier conversación. 

Al mismo tiempo abandonamos los estudios y nos dedicamos de lleno a la lucha política en las filas proletarias.

El país vivía profundas convulsiones: el oficialismo estaba inmerso en enfrentamientos que producían una gran inestabilidad y una de las facciones desató la represión legal e ilegal sobre la oposición, la izquierda y el activismo obrero.

Los primeros ataques de la “Triple A” comenzaron a tener en la mira a los delegados que habían surgido en las fábricas de la zona norte del Gran Buenos Aires.

Las amenazas y despidos se reiteraban, y la resistencia se multiplicaba. Esos golpes y contragolpes fueron gestando una espiral de violencia que ejecutaron los hombres que veían amenazados sus sillones e intereses.

El local partidario de Pacheco se convirtió en un centro neurálgico de la lucha gremial. Durante varios días, los trescientos metros que lo separaban de la ruta 197 se convirtieron en un continuo ir y venir de extraños vehículos, una amenazante atalaya de ocultos observadores que seguían sigilosamente los movimientos de la militancia.

 En una madrugada de mayo, el operativo augurado por esas cautelosas presencias se consumaba. Una docena de hombres armados hasta los dientes invadía el local a tiro limpio y ejecutaba a tres compañeros, entre las víctimas estaba Tony. Fue un golpe inesperado que me dejó inerte.

La muerte volvía a rondar mi vida después de una prolongada ausencia. Las aventuras imaginadas en la infancia dejaron el terreno de la fantasía y se hicieron parte de la realidad cotidiana, sin brindar siquiera un tiempo de transición para absorber semejante golpe.

Este nuevo encuentro con la muerte planteaba interrogantes muy alejados de los de mi infancia, el candor había quedado anclado en el pasado, ya no se trataba de hechos fortuitos que disparaban incipientes dudas sobre el mundo y la vida. Ahora, todos estábamos en la mira y a la vuelta de cualquier esquina podíamos encontrarnos con el fin de nuestra breve historia.

La indignación por la muerte de los tres compañeros pesó más que el temor y no dudé en sumar mis brazos para llevar el féretro de Tony, a pesar de las fotografías que dejaron mi rostro estampado en los diarios del día siguiente.

Con el transcurso de los días, los asesinatos se fueron convirtiendo en hechos cotidianos. César fue fusilado en Caballito, otros dos camaradas acribillados en Chacarita, los ocho compañeros de La Plata y decenas de delegados gremiales ejecutados diariamente.

Lobos, mi compañero del cuerpo de delegados, fue secuestrado y su cadáver apareció con varios balazos y evidencias de horrendas torturas. En su mano sostenía un comunicado de las Triple A incluyéndome en una lista de futuras víctimas.

La negra noche anunciada se extendía como una temible mancha de aceite que revestía la masividad y encubría desapariciones caprichosamente seleccionadas.

La muerte dejaba de ser una curiosidad, por el contrario, sin solución de continuidad de la sorpresa pasamos a convivir con ella y hasta a acostumbrarnos a su temida presencia. Sólo se trataba de eludirla el mayor tiempo posible. Pero sabíamos que ninguna táctica era infalible y cualquier día, a cualquier hora, en cualquier lugar podíamos tener una imprevista y fatal última cita.    




[1] Werner, Ruth y Aguirre, Facundo (2009). “La Insurgencia Obrera en la Argentina 1969 -1976”. Segunda edición. Ediciones IPS, Buenos Aires.
 
[2] Werner, Ruth y Aguirre, Facundo.  (2009) “La Insurgencia Obrera en la Argentina 1969 -1976”. Segunda edición. Ediciones IPS, Buenos Aires.
[3] Werner, Ruth y Aguirre, Facundo. (2009)  La Insurgencia Obrera en la Argentina 1969 -1976”. Segunda edición. Ediciones IPS, Buenos Aires.
 
[4] Diario La Nación, 15/04/2007.
[5] Diario La Nación, 13/01/2007.
 
[7] Luna, Félix. "Historia Argentina" - 'Gobiernos civiles y golpes militares.1955-1982. Editorial Planeta, 1999, Buenos Aires.
[8] Lábake, Juan. “Carta a los no peronistas (1982)”. http://www.quintadimension.com
 
[9] Pigna, Felipe. Entrevista a Tulio Halperín Donghi para elhistoriador.com.ar