19 agosto 2017

EN VIDA CONDICIONAL


Por Bernardo Veksler

La desaparición forzada de Santiago Maldonado puso en evidencia, una vez más, la fragilidad de la vida en nuestra sociedad. Cualquier ciudadano puede convertirse en una entelequia. Los amigos y seres queridos pueden ignorar para siempre adónde fueron sus pasos. En un momento, las ilusiones y proyectos de un ser humano pueden evaporarse. Cualquier día, un individuo puede dejar de caminar por el barrio, de intimar con amigos y familiares, de concurrir a los lugares donde encontraba felicidad y canalizaba sus inquietudes, y su biografía puede esfumarse instantáneamente de la historia colectiva.

Los responsables de custodiar ese preciado bien se desentienden de sus deberes y niegan enfáticamente evidencias y testimonios. Agreden a la inteligencia al abrazar hipótesis surrealistas y elaboran discursos encubridores del evidente accionar delictivo de los gendarmes. La parsimonia judicial diluye las pistas y otorga a los propios autores la capacidad de investigarse. La complicidad mediática construye el escenario de la impunidad e instala el hecho de que Santiago ya “no existe, desapareció”.

Algunas declaraciones resultan tan patéticas como intimidantes: "Necesito a esa institución para todo lo que estamos haciendo, para la tarea de fondo que está haciendo este gobierno. Si lo primero que hacemos es tirarle la responsabilidad al gendarme, acusarlo previamente, y echarle sólo por el hecho de una presión mediática, sería una mala ministra de Seguridad", afirmó Patricia Bullrich en el Senado, dando total aval a los “desaparecedores” y amenazando con nuevos e impunes actos de barbarie.

No importa que la desaparición de Santiago se haya producido luego de la salvaje y desproporcionada represión a un grupo mapuche, y que los testigos hayan dado suficientes pruebas del hecho. Los responsables políticos, con todo desparpajo,  ponen cara de “yo no fui” y diluyen toda esperanza de que se esclarezca el hecho, dando argumentos pueriles y descabellados.

 Parecería que las prácticas genocidas se mantienen en vigencia y sólo hace falta que se desboque el caballo de la ilegalidad para que la sangre de inocentes se siga derramando como un hecho cotidiano y la opinión pública se familiarice despreocupadamente con esa posibilidad.

La larga lista de desaparecidos en democracia es alarmante y demuestra el grado de impunidad que pueden contar los ejecutores. Los casos más conocidos incluyen al joven estudiante Miguel Bru, que desapareció en alguna dependencia de la Bonaerense; algo similar ocurrió con el adolescente Luciano Arruga, hasta que sus restos aparecieron muchos años después como NN; de Jorge Julio López nada más se supo, después de caer en manos de los esbirros de Etchecolatz. Y ahora Santiago, por el aporte gendarme, se sumó a este triste inventario.

Pero, a esa lista se fueron incorporando otras personas: Marita Verón, que sólo la perseverancia de su madre pudo sacar a la luz las complicidades oficiales con las redes de trata. Maria Cash, cuyo padre dejó la vida en los caminos insondables de su búsqueda. La niña fueguina Sofía Herrera, de la que ni siquiera quedaron hipótesis razonables de su desaparición.

A esa enumeración se podrían agregar las “desapariciones imperfectas” de Víctor Choque, Teresa Rodríguez, José Luis Cabezas, Carlos Fuentealba y Mariano Ferreira, el único caso que se pudo llegar a esclarecer y condenar a los culpables.

Un político una vez le comentó a este periodista: “El problema de la Argentina es que todo aquel que logra reunir una cuota de poder, lícito o ilícito, es un sujeto a tomar en cuenta en una negociación”. Así, las mafias, las bandas delictivas, los barras bravas y los narcotraficantes son tomados en cuenta para alcanzar consensos. Y por esa misma razón, los  uniformados, jueces y funcionarios que tienen sus negocios “non sanctos” y los represores son consentidos desde el poder, con el propósito de darle algo de gobernabilidad a esta decadente estructura de poder.

En este contexto, la supervivencia es una hazaña cotidiana y la vida es un estado condicional.